miércoles, 4 de noviembre de 2009

Quince segundos

Nacho Aquije era un nene que a los seis años descubrió que sabía exactamente lo que pasaría quince segundos antes de que cualquier cosa sucediera. La única condición era que sus ojos vieran el evento que producía ese reflejo futuro en su mente y que al fin, se transformaba en realidad.

Quien notó que el nene tenía esta capacidad fue su padre. Todo empezó una tarde helada de julio del año noventa, cuando Argentina se enfrentaba con Yugoslavia por los cuartos de final del mundial de Italia, y en un triste partido de cero a cero, el árbitro pita final: penales.

El padre de Nacho, Oscar Aquije, sentó al nene a su lado en un sillón que se había aguantado más de dos horas veinte de juego, hasta que llegó el momento de la definición: Stojkovic agarra la pelota, la acomoda con mucha parsimonia, toma carrera y Nacho dice: ¡Bien!. Cuatro segundos después tapa Goyco y salva la valla.

Cuando llega el turno de José Tiburcio para el equipo argentino, las cosas fueron similares. Antes de que el argentino remate, Nacho dice: ¡Qué golazo, pa!. Y sí, fue gol de Serrizuela, pero el padre no lo festejó, quedó hipnotizado mirando a su hijo. A partir de ese día, Nacho acertó ciento cuarenta y tres penales que el padre le mostró por televisión, dando detalles precisos: palo, afuera, ataja el arquero acá, señalando su pequeño dedo indice en un televisor Telefunken castigado por el uso de toda la década.

Todo resultaba muy gracioso para Nacho, se divertía cuando le festejaban algo tan vulgar como adivinar con qué cara caía una moneda. Su popularidad crecía a la misma velocidad que la fortuna del padre, que bien supo aprovechar el momento de gloria del niño adivinador, tal como lo bautizó Susana Giménez en su eterno programa de televisión.

Ya de adolescente, su incalculable fortuna brillaba sobre los problemas que su talento le traía. Desde la imposibilidad de tener un orgasmo, dado que su mente sentía algo quince segundos antes de que realmente suceda, y consecuentemente, la imposibilidad de seguir con el transcurso normal de un acto sexual, hasta cuestiones tan triviales como querer leer de corrido sabiendo lo que viene en el párrafo siguiente, confundiendo lo que estaba leyendo con lo que venía inmediatamente después.

Las anécdotas son miles. Un día, su novia lo trató de idiota delante de cientos de personas. No era para menos, habían ido al teatro a ver un afanado humorista, y Nacho se reía a carcajadas quince segundos antes que el tipo termine el chiste. Un papelón. Le cagaba todos los remates.

A pesar de estas pequeñeces, lo grave no llegó sino hasta el día que Nacho vió como su hermana dos años mayor que él, y con veinte años en aquel entonces, se tiraba sobre las vías del Roca, a la altura de la estación Plátanos, acabando así con varios años de indiferencias, comparaciones y desprecios por parte de los padres y en beneficio de su hermano menor.

Nacho, lo vió y lo vió. Lo vió mentalmente y lo vió cuando realmente sucedió. Empezó a correr hacia la hermana quince segundos antes de que suceda pero nunca llegó. Su talento no alcanzó a salvar a su querida hermana. Él sabía que era un suicidio injusto. Que el trato de los padres había sido el disparador, aunque en realidad, se sentía culpable por ser distinto. Este momento nunca lo superó, y marcó a Nacho para toda la vida. Jamás dejó de sentirse culpable.

Sumido en una gran depresión, intentó quitarse la vida varias veces. Nunca lo logró. Cada vez que lo intentaba, sabía el dolor que tendría quince segundos después y no podía tomar la determinación. Sabía que si apretaba un gatillo sentiría un dolor inconmensurable en su cerebro. Sabía que si saltaba al vacío desde una terraza, sentiría un dolor insoportable durante algunos segundos antes de morir. Sabía que la muerte le traería dolor siempre que él la pudiera ver.

Nacho murió a los noventa y dos años en su propia cama, en una casa de campo ubicada Saladillo, Provincia de Buenos Aires. Murió solo, esta vez sin darse cuenta ya que su corazón se detuvo y sus ojos fueron incapaces de verlo. Su pecado fue tener un talento trunco. Un talento que no lo dejó vivir en paz durante toda su vida. Estoy seguro que hubiera preferido ser un niño normal. Creo que a muchos les pasa esto.

El del 0.33%