sábado, 31 de octubre de 2009

Carlos Cacho Gibert: de enemigo a familia

Carlos Cacho Gibert fue toda su vida un viejo de mierda. Vivía sobre la calle veintiséis, a la vuelta de lo que hoy es la casa de mi vieja, en La Plata. Dejame describirte a este personaje: Cacho era el viejo cascarrabias que existe en todos los barrios del territorio argentino. Era el antihéroe de los niños. El mala onda, el agrio, el insoportable.

Desde el año mil novecientos ochenta y dos, Cacho estaba viudo. Esa primavera, la mujer moría de cáncer y la casa que vió crecer a sus dos hijas le quedó enorme. Elvira, su mujer, era la antítesis de Cacho, no había persona más buena sobre la faz de la tierra. Resultaba difícil entender porqué estos dos habían estado juntos durante tantos años.

En el año ochenta y tres, yo tenía ocho años y una barra de amigos de quince chicos del barrio. De los quince, como siempre, había un pequeño grupo líder que generaba todos los quilombos y que vivíamos las veinticuatro horas de día juntos: mi hermano Fede, el Nono, Jota, el Pijón -le decimos así porque tiene pito grande-, y yo. Todos, casi de la misma edad, salvo el Pijón que es dos años mayor que el resto.

Niños y Cacho eran dos palabras totalmente incompatibles, y ese mismo año empezó el ritual: joder a Cacho; Cacho se enoja y sale con un palo a corrernos; quince chicos corriendo por calle veinteséis hacia la esquina con calle treinta y seis para cortar camino por el terreno del Gringo -otro personaje que algún día contaré- y de ahí, derecho hacia la Plaza Alberti donde nos sentíamos seguros.

A Cacho lo volvimos loco. Empezamos con la boludez de tocarle timbre los domingos a la tarde, y cada fin de semana le inventabamos alguna joda para hacerle en la casa. Si no teníamos nada tramado, él mismo se encargaba de rompernos las pelotas a nosotros y pincharnos algún fútbol, corrernos para que no juguemos a la bolita en el pedazo de tierra que tenía en el frente de su casa, o directamente, salir de su casa a los gritos para reclarmanos que no podía dormir la siesta. Fue desde siempre una relación amor odio. Si lo jodíamos se enojaba. Si no lo jodíamos, buscaba jodernos de alguna manera.

Un sábado del año ochenta y ocho, a las dos y pico de la tarde, estabamos el Nono, mi hermano y yo sentados en el cordón de la calle treinta y séis, y vimos a Cacho pasar con su bicicleta. Lo hacía bastante seguido, siempre iba a visitar a alguna de sus hijas. Ese día fue el quiebre. Ese día empezamos a tener más maldad que nunca. Ese día nos subimos a la medianera de su casa, caminamos por la carga de cemento que tienen los techos de chapa y llegamos a la claraboya del baño. Le sacamos un vidrio, y uno a uno le meamos adentro del baño. Cuando terminamos de mear, le tiramos por lo menos dos kilos de bosta de caballo que habíamos juntado en una bolsa de residuos negra en el terreno baldío del Gringo.

En el barrio se armó un quilombo descomunal. Se juntaron algunos padres con Cacho, vino la policía porque al principio creyó que le habían querido robar. Gritos de padres a hijos, testimonios de amigos diciendo que ellos no habían estado ahí a esa hora. Un desastre con sentencia en firme: Los cinco cabecillas, un mes adentro de casa. Del colegio a casa. De casa al colegio. Teníamos trece años y las cosas se ponían cada vez más pesadas.

Cacho nunca se quedó atrás, replicaba con munición cada vez más gruesa a todas las cosas que le hacíamos. Llamaba a la policia cuando nosotros estabamos tranquilos sentados en la esquina, nos mostraba un revólver por la ventana -que luego nos enteramos que estaba viejo y con su tambor trabado-, nos denunciaba por cosas que se habían robado del barrio y que nosotros no teníamos ninguna culpa y muchas, pero muchas cosas más.

Un día la historia se dió vuelta. Fue el treinta y uno de diciembre del noventa y tres, teníamos todos deciocho años y el Pijón veinte. Esa Navidad, no sé porqué las hijas de Cacho decidieron pasar las fiestas en la casa del padre junto con sus esposos y las tres hijas: dos de la hermana mayor y la hija única de la hermana menor. Las edades de las chicas estaban entre quince y dieciocho, una más linda que la otra. Habían salido todas parecidas a Doña Elvira, la esposa de Cacho.

El Pijón, que no solo era el mayor sino el más rápido y lanzado con las chicas, se cruzó poco después de la media noche hasta la casa de Cacho con una copa de sidra en la mano y les dijo a toda la familia: "Feliz año nuevo, salud". Nosotros todos callados. No volaba una mosca. Silencio sepulcral. Muchos de nosotros pensamos, Cacho lo mata, ¡lo mata!. Del otro bando, todos dijeron gracias, salvo Cacho que estaba petrificado mirándolo totalmente incrédulo de lo que pasaba.

Después de decir esas palabras, el Pijón se acerca a la mayor de las nietas de Cacho y le dice:

-Hola, feliz año nuevo, estamos con los chicos escuchando música acá en frente, en la vereda de mi casa, y las queremos invitar a que vengan a festejar el año nuevo con nosotros, ahora vienen más amigas.

En ese mismo instante, nos dimos cuenta que el verdadero cacique de la tribu había sido siempre el Pijón. Nadie podía haber hecho lo que hizo. Nadie en este mundo hubiera tenido los cojones para plantarse en la vereda de Cacho, delante de sus propios ojos e invitar a su propia nieta a festejar con nosotros. Era un héroe, sin dudas.

Cecilia, la chica, un poco asombrada y vergonzosa, mira a la madre y a las hermanas. Todas sonreían. La Madre les dice:

-Vayan, nosotros nos quedamos acá un ratito más, luego las llamo y nos vamos a lo de la tía.

Cacho no se inmutó. Era un viejo de mierda, pero en el fondo nunca había sido capaz de decirle a sus hijas todo lo que lo hacíamos sufrir. Evidentemente, era un buen tipo que descargaba toda la angustía reprimida por haber perdido a su mujer a los sesenta y pico, contra nosotros, peleando, jodíendonos. Éramos su entretenimiento, su única preocupación.

Diez años más tarde de aquella hazaña, el Pijón se casó con Cecilia, la nieta mayor. Fuimos todos trajeados y encorbatados al casamiento. Cacho ya tenía ochenta y tantos años, no tenía fuerzas para pelear con un grupo de jóvenes insolentes, ni tampoco para recriminarnos nada. Nosotros lo queríamos como a uno más de la barra de amigos. En ese casamiento, los novios decidieron que los catorce amigos nos sacaramos una foto con ellos y con Cacho, todos abrazados a aquél viejo cascascarrabias que murió a los pocos años de este memorable recuerdo.

En el dos mil cinco, Cecilia y el Pijón tuvieron a Martincito, un nene de cuatro años con un carácter de mierda, una inteligencia absoluta para hacer cagadas y bravucón como el padre. Sin dudas, un fiel legado del bisabuelo y del propio papá.

Y estoy seguro que ésta pequeña historia se volverá a repetir dentro de unos años, por dos motivos: Primero, porque por un lado siempre habrá viejos de mierda y solitarios en todos los barrios, y por el otro, pendejos insolentes como nosotros o como Martincito. Segundo, porque por más odio que haya en cualquier sociedad, en el fondo todos tenemos un poco de amor para dar. Como el Pijón y Carlos Cacho Gibert, que se odiaban pero terminaron siendo familia y aceptándose y amándose mutuamente. Eso sí, cada uno amando a su manera.


El del 0.33%


2 comentarios:

Ana C. dijo...

Me encantó la historia y cómo la contaste.

Luciano dijo...

Briliante relato. Me hiciste acrodar a mi barrio y el viejo choto que nos hacía la vida imposible, en realidad eran tres, y no hubo final feliz.
Qúe buen relato además.